Hoy, por fin, sabemos que no pasará de esta semana para que mi madre reciba el alta en el hospital. No vendrá por su propio pie, pero vendrá. Se acaban las noches en el hospital en ese incómodo sillón, aunque eso es lo de menos. Lo importante, que es muy probable, que vuelva a recuperar la movilidad total de su cuerpo.
Y es que días después de que mi abuela nos dijera adiós, la suerte nos dio la espalda en casa y una trombosis condujo a mi madre a 20 días en el dichoso sanatorio, donde aún sigue. Lo peor no es la duración, sino la percepción de los hechos y el golpe psicológico de esos primeros días, ese nudo en la garganta, ese cambio de ánimo, ese volver a empezar. Luego te acostumbras y vives con ello. Te multiplicas si hace falta para que todo parezca normal y se siga con la rutina. Aunque, como he dicho muchas veces, ni somos los únicos, ni somos los que peor lo estamos pasando.
Eso sí, sigo viendo más duro aún que, por citar un ejemplo, una persona que estaba dándole un zumo a su madre en los últimos días de su muerte con una pajita, sea ella, días después, la que reciba tal acción de uno de sus hijos. El varapalo mental fue fuerte y las alegrías bajaron el listón. Nunca pensé que un simple movimiento del cuerpo o una mejora al hablar pudiera dar tanta alegría. Al menos hoy, recibimos una noticia con los brazos abiertos, pronto podremos respirar.
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